viernes, 18 de septiembre de 2015

EL SANTO Y LA COLMENA DE CÉSAR NICOLÁS PENSON

     El caso fue curioso, de primera.
     Tomaron pie de ahí los pacíficos ciudadanos para deducir castigos providenciales y vaticinar en contra de la usurpación del territorio de la antigua Española por las engreídas huestes del afortunado sucesor del que auxilió a Bolívar.
     Se había cometido una profanación, y el celo había fulminado los rayos de su ira sobre el osado perpetrador de tamaño sacrilegio.
     Así lo aseguraban, juraban y perjuraban los habitantes de la ciudad capital de la Primada, y los comentarios llovían en los corrillos que era un contento.
     Veían en aquel suceso una señal cierta de que el patriotismo humillado de los altivos y valientes quisqueyanos podía lisonjearse; a saber: que así como el santo de piedra aquel indignado se había lanzado de su nicho haciéndose añicos, para dar muerte al salvaje perpetrador de semejante atentado, del mismo modo se revolvería el país contra sus extraños dominadores y se harían pedazos ambos, quedando incólume el principio de la libertad y la autonomía del pueblo dominicano.
     En fin, que todo era mirar aquello, considerar, santiguarse y vaticinar la multitud reunida la mañana de aquel día en el atrio de la esbelta y preciosa capilla de Regina Angelorum.
     Año funesto el año 1822, había visto del vetusto régimen colonial surgir en una noche, la del primero de diciembre, una nacionalidad, el flamante Estado Libre de Haití español que había sido a la voz de un hombre ilustre, pero en mal hora inspirado, y a los setenta días justo, desaparecer bajo los cascos de los caballos de Occidente, para dar lugar a una gran hegemonía de esclavos, que se extendía del cabo Tiburón a Punta Engaño.
     Núñez de Cáceres, por su ligereza o por el despecho de no haber alcanzado una gracia que pedía, según versiones, nos entregó maniatados al absorbente vecino, el cual ha sido siempre calamidad y pesadilla que no sabemos cuándo querrá Dios, o el tiempo, o el progreso, o el machete quitárnosla de encima.
     Pues así como se engulle un buñuelo, nos sorbieron, sólo que del 1844 para abajo se les atragantó la espina; pero cuanto a Núñez de Cáceres, no tiene justificación, y eso se dirá en otro lugar cuan largamente se contiene.
     Adueñado Jean Pierre Boyer, Presidente de Haití uno e indivisible del territorio de la inmaculada Española, sus tropas ocuparon algunas iglesia como fueron por ejemplo las del ex convento dominico y Regina Angelorum; mientras las familias azoradas se disponían a emigrar, y cerraba sus gloriosas puertas la imperial y ponticifica Universidad de Santo Tomás de Aquino que granjeó a Quisqueya el título de Atenas del Nuevo Mundo; el cual ha pasado, con el cetro de la primacía del saber, a la espiritual ciudad norteamericana.
     La capilla de Regina Angelorum es uno de los más famosos y mejor construidos templos de la ciudad antigua, y da frente a la calle del mismo nombre, hacia el Norte.
     Su construcción, a juzgar por su estilo, data del siglo XVII: no obedeced a ningún orden.
     La fachada es sencilla sin tener nada que admirar en ella. Dividida en dos cuerpos, abajo se abren tres arcos romanos, y en el del medio, la puerta; arriba dos ventanas, a los lados, casi encima de cada ventana, una cabeza de santo, y el centro ocupándolo dos pequeños estribos entre los cuales hay un nicho con dos columnitas talladas en relieve que sostienen un frontis y sobre el frontis un medio óvalo. En la base de éste se destaca un busto de mujer coronado de laurel, encima un águila con las alas desplegadas; y a un lado y otro del busto hay más esculturas. En lo alto una cruz, a un lado y otro dos ángeles y a la derecha el campanario.
     El interior es claro, bien ventilado y de agradable aspecto. Tiene imágenes no malas venidas de México y el Perú en el siglo pasado, y una Santa Lucía, costeadas por los primeros africanos llegados a este suelo.
     Allí están depositados los restos del Libertador-marqués y del noble prócer Pedro Alejandrino Pina, aquél vaciado en molde antiguo.
     Hacia el Oeste se prolonga un edificio vastísimo provisto de ventanas y coronado de un repecho, el cual edificio constituía el convento de monjas de Regina. Tiene espaciosos salones y patios y se comunica con el templo. La monjas abandonaron esos edificios cuando la cesión de la isla, y en 1818 las señoras Doña Francisca Perpiñán y Doña Clara González de Hernández los repararon.
     Pero lo que falta en la fachada de la iglesia para completar su adorno, y en que acaso poquísimos se hayan fijado, es un santo de piedra que estuvo en el mencionado nicho hasta 1822, imagen que por extraño modo vino a su sufrir la misma suerte que el águila de piedra que estaba sobre la puerta de San Pedro, en la Catedral, que el escudo de armas del Adelantado D. Rodrigo de Bastidas sobre la capilla del Obispo de piedra, el de Ruíz Fernández de Fuentemayor, sobre la capilla de las ánimas, los de Dávila, Landeche, Oviedo y otros que estaban en casas particulares, y por último, que las armas reales que adornaban la puerta de la Fuerza, Cuartel de Milicias, Matadero y otros sitios.
     La salvaje cruzada contra lo que representaba nuestros claros orígenes e ilustre abolengo, no perdonó símbolo ninguno; y milagro fue que escaparan los tantos grandiosos monumentos que hacen de la ciudad toda de Santo Domingo un monumento y el primero de América, por haber sido la primera ciudad fundada en ella.
     Oían siempre los militares que ocupaban a Regina un rumor sordo que no sabían a qué atribuir, y el mejor día volvieron revolotear una abejas pues ¿Dónde cree el pío lector? detrás del santo en persona que estaba presidiendo en la fachada de la iglesia.
    Vaya unas abejas antojadizas!
     Ocultáronse allí los laboriosos animaluchos y laboraron calladitos su panal, seguros de gozar de inmunidad a la sombra de la venerable efigie.
     No contaron con la gula de los hijos del Massacre.
     Vistas las abejas por unos cuantos de ellos se les volvió la boca agua; más contentándose con mirarlas un día y otro día, sin saber cómo andaría ese panal ni como pillarle a esa altura y detrás del santo que parecía proteger a las artífices de él, con su aspecto grave y beatífico.
     Seguramente "no estaban maduras".
     Pero como el diablo sugiere siempre medios al que se deja tentar, hubo un mañé más emprendedor u osado que los otros, que no se conformase con estarse mirando embobado las abejitas desde la mañana hasta la noche, como un pastor de bucólicas, y ofreció por los manes de Dessalines y Biassou, coger la colmena o perecer.
     Celebrándole la resolución, horoica por cierto, los compañeros, y esperaron a la siguiente mañana.
     Había que vencer la altura, poner profana y sacrílega mano sobre el santo de piedra violando su dominio secular y registrarle atrevidamente las espaldas para ver dónde se ocultaban las buenas abejillas y hurtarles su codiciado fruto.
     Ni siquiera pararía mientes el tuno en aquello de:
            
                               Por cantar una colmena
                               cierto goloso ladrón
                               del venenoso aguijón
                               tuvo que sufrir la pena.
                               La miel (dice) está muy buena:
                               es un bocado exquisito;
                               por el aguijón maldito
                               no volveré a colmenar.
                               Lo que tiene el encontrar
                               la pena tras el delito!
 
     Pero él quiso probar fortuna a todo trance, sin cuidarse de la pena amarga con tal de saborearse el dulce delito, que es precisamente en lo que neciamente, y aun abdicando la razón, incurrimos todos los días.
     Armóse con una escalerita, y se dispuso a escalar el segundo cuerpo de la simplota fachada.
     Debajo se agruparon los compagnons curiosos por ver cómo saldría con la suya el "goloso ladrón", y alguno que otro transeúnte se quedó parado a mirar qué diablo de empresa era aquella que entre manos traían los mañeses de Regina.
     El castrador de la colmena trepó por su escalera sin ninguna dificultad y se agarró a la cornisa del primer cuerpo, begando por afirmar allí los pies, y buscando inútilmente asidero.
     Sudó y se afanó en vano.
     Los otros le armaron una algazara infernal.
     Reanimado por la gritería, el goloso descastrador redobló esfuerzos, y llegó a asomar medio cuerpo sobre el nicho de la imagen, extendiendo la mano a ver si podía alcanzar el oculto tesoro que se empeñaba en defender y encubrir el testarudo santo de piedra.
     No había medio de llegar a la colmena.
     Nueva algazara de los de abajo.
     Por fin, aburrido y desesperado, y anda mais, probando ya la pena sin consumar el delito, pues las alarmadas moradoras del nicho revueltas empezaban a zumbar roncas y amenazantes en torno del ladrón, echó el resto, jugó el todo por el todo y con fuerza empuñó el ropaje del santo, que no pestañeó siquiera.
     Creyó el insensato que la pesantez de la imagen o las raíces que había echado en su secular asiento serían parte a prestarle un apoyo suficiente para invadir el nicho y reducir a las iracundas abejas a su última trinchera; y así fue que no se cuidó primero de pensar en leyes de equilibrio ni nada de eso, sino que resueltamente se encaramó al nicho y dio un apretado y místico abrazo al impasible santo de piedra.
     Noramala!
     El santo de piedra (y es fama que lo vieron demudarse y echar chispas por los apagados ojos) se indignó tanto de verse así sobado y profanado por un salvaje invasor hereje, que, sin encomendarse a Dios ni al diablo, se arrojó de lo alto del nicho de la calle, llevándose en su tremebunda caída al infeliz haitiano.
     Viéronle venir los de abajo y se desbandaron.
     La irritada efigie calló en la calzada del atrio y se hizo pedazos, y bajo se peso aplastó al sacrílego y osado profanador de abejas santas y santas imágenes.
     Se oyó angustiado gemido, y un río de sangre brotó entre los despedazados miembros del santo de piedra.
     La muchedumbre se agolpó allí estupefacta.
     Es imposible pintar los gestos trágicos y las cómicas morisquetas y voces lamentables de las comadres.
     -¿Lo ve Ud.? Jesús, Ave María Purísima! Profanar esos bárbaros las iglesias, y después poner la mano en los santos!
     -Buenísimo! juraba una energúmena, haciendo bailar en el aire unos dedos flacuchos con uñas como bayonetas.
     Los del sexo varón se compungían y encogían de hombros; y todos admitían que aquello tenía que resultar infaliblemente; porque Dios no podía mirar con ojo quieto que le ocupasen así no más sus casas, y de ñapa que le sobasen sus santos, aunque estuviesen encaramados en las nubes.
     De ahí, como dijimos, se extendió la consideración hasta juzgar y creer que aquella usurpación inicua de nuestro territorio tenía también que acabar mal, exactamente como el ladrón de la colmena y el santo de piedra.
     El nicho en que estuvo éste, se ve hoy vacío.
     Muchos como yo, se habrán preguntado acaso más de una vez, por qué está ese nicho vacío.
     Ahí ha quedado como señal de aquella nefasta época.


 

martes, 25 de agosto de 2015

Ficha biográfica de Máximo Gómez

Máximo Gómez, nació en Baní en el año1836. Se formó como militar en República Dominicana y luego se trasladó a Cuba, donde se convirtió en héroe de la Guerra de la Independencia. Entre sus escritos se encuentra el Diario, de excepcional interés  histórico en cuanto a que constituye uno de los documentos más relevantes sobre la Guerra de la Independencia Cuba. Otras obras suyas son: Recuerdos a mis hijos (1881), Desde Cuba libre (1896, 1903), Revoluciones, Cuba y Hogar (1927).

El sueño del Guerrero de Máximo Gómez.

             …Desaparecía el sol; doraba con sus últimos rayos las cimas de las altas montañas del Jatibonico: El alborotoso pájaro negro, escondiéndose en el ramaje de las últimas palmas y de los corpulentos árboles, puso térmico a su atormentadora algarabía…
            …Al fin el Corneta de Órdenes tocó silencio; los demás lo repitieron y apenas se extinguió el eco prolongado de esta consigna, cuando quedó todo el campamento sumergido en el más profundo silencio y obscuridad. Y yo me tendía cuan largo soy, en mi hamaca de campaña.
            Pasado un momento, un hombre, un anciano de aspecto venerable, con blando paso que apenas se siente, se acerca a mi tienda, y como quien no desea ser oído de otro, pide permiso para hablarme, entra y se sienta. Quédeme un tanto sorprendido al apercibirme de aquel extraño desconocido que así se atrevía a faltar a esas horas a la consigna; pero al fin accedí a su súplica, y le permití que hablase, lo que hizo de la manera siguiente:
            -“Mi nombre poco te importa saberlo; y la mansión de donde vengo, tampoco es del caso que lo sepas; es inútil que me lo preguntes pues no te lo diría; lo que quiero que sepas, y es lo que importa, es mi historia. Nací pobre, mi alumbramiento costó la vida a mi madre; apenas fui amparado por la Fortuna, pronto el destino me dejó huérfano, y quedé solo vagando entre los hombres como el fragmento, en el espacio, de un planeta muerto. Para mi mayor tortura; puso Dios una idea en mi mente que a medida que el tiempo pasaba y los años maduraban mis juicios, quemaban mi cerebro como lava ardiente, comprimida en el fondo del apagado volcán, y me devoraba el corazón, como el apasionado de una belleza ideal que huyese           al contacto de su ardiente mirada”.
            “!Ah! cuánto he sufrido antes, y cuánto he padecido después!... Cuántas veces he maldecido mi existencia, pesándome hasta haber nacido…”
            Al mismo tiempo que aquel anciano proseguía en su narración, su semblante se iluminaba con una aureola casi divina, y mi espíritu se sentía sobrecogido por una especie de religioso temor. Después de una breve pausa, continuó, y yo escuchaba asombrado.
            -“Sometido a varias torturas y contrariedades, víctima de infamias y desprecios por entre peligros y escollos, solo, perdido y desamparado, sin más amparo que Dios, pude al fin realizar mi empresa, y arranqué al mundo –para el mundo mismo- un portentoso secreto. Entonces el universo entero me saludó entusiasmado, y me apellidó El Glorioso. Las naciones todas me rindieron adoración y respeto, y reyes hubo que se sintieron humillados y empequeñecidos ante la majestad y grandeza de mi gloria. Los más pequeños me creyeron un Dios, y besaban de rodillas mis vestiduras. Rodeado de tanto agasajo y ovaciones humanas, colocado de pie encima de pedestal tan alto como el sol; alumbrando los rayos de mi gloria dos mundo a la vez, no sintió mi corazón –por fortuna mía- el tormento de la vanidad y la soberbia; antes por el contrario, yo sentía en mi alma un secreto dolor que me consumía sin podérmelo explicar. Sobre mi corazón y mi conciencia pasaba un insoportable remordimiento y en vano trataba de averiguar la causa. Era la tortura del criminal a solas temblando ante la presencia de su interno y severo juez. Inútilmente interrogaba mi pasado, y me detenía a escudriñar mi presente; ningún acto mío acusaba mi alma de maldad. La blanca túnica de mi inocencia no estaba manchada con ningún crimen mundanal; yo no había hecho más que obras de bien; y no había nunca amado sobre la tierra más que dos deidades: la Ciencia y la Virtud, que eso es amar a Dios.”
            “Yo no había hecho, en fin, derramar una lágrima sino más bien provocar sonrisas y alegrías. ¿Por qué, pues, tan tremendo castigo de la inquietud tan acerba y constante que acosaba mi espíritu y que no me dejaba gozar de las delicias que proporcionan la Gloria y la Fama?...”
            “Loco me fui adonde el cóndor hace su nido y desde allí –en la soledad del desierto- llamé a los espíritus para que dijeran la causa de mi secreta angustia; y ni el desierto ni los espíritu, me contestaron; tan sólo el silencio y vacío me circundaban. No pudiendo resistir más mi existencia, pesada como un fardo, en un impulso irresistible de desesperación, quise arrojarme al torrente y una mano invisible me separó del peligro.”
            Crucé entonces el océano y suplicante interrogué al mar y a la tempestad; y el trueno ahogó mi voz. Desesperado me precipité a los abismos para concluir con el dolor de mi existencia desapareciendo en sus insondables misterios; pero una mano invisible me salvó medio muerto y me arrojó –como el despojo de un naufragio- sobre la arena de la playa. Incorporado apenas, sentí de nuevo en mi pecho el diente que me mordía y me devoraba… ¿Por qué, oh cielos, tan cruel tortura? Decídmelo… ¿Cuál ha sido mi gran culpa? Los cielos guardaron silencio. No contento el destino con el suplicio a que eternamente me había condenado, preparó la envidia y la calumnia que armadas me asaltaron en el camino, y los hombres se hicieron mis enemigos y me vejaron y me despreciaron. Largo tiempo –como un mendigo- vagué entre ellos  cual un desconocido y apestado.  Y cuando creí curarme de mis dolores, porque se cumplió el plazo y abandoné la envoltura que aquí me retenía, me elevé a la mansión en donde termina el misterio de la vida. Yo aparecí entonces manchado de sangre.”
            -¿Y tú quién eres, asesino? –exclamé indignado, sin poderme contener y borrándose de improviso en mi ánimo la impresión de compasión y de ternura que aquel ente singular y desconocido me había inspirado, con la narración de sus desdichas.
            “-Aguarda –me dijo con calma y gravedad aterradoras- aún no he terminado; no me juzgues sin haber antes acabado de oírme. En vez de condenarme, con tu alma grande me tendrás lástima. Demasiado desgraciado he sido, -dijo-, y continuó: si en la tierra fui un paria desheredado, sin asilo y sin fortuna, en la mansión de los justos me está prohibido entrar sin el perdón de dos razas; porque ha caído sobre mí  -como lava ardiente de encendido volcán- la sangre de una raza inocente extinguida; y desde aquella terrible hecatombe quedó marcado sobre mi nombre y mi conciencia, como un hierro candente, el crimen de haber descubierto un mundo y el de haberlo entregado a la barbarie y la usurpación.
            Recogieron los hilos de los nuevos pobladores la desgraciada herencia de tormentos y martirios que les legó la raza desaparecida al furor de los conquistadores, bárbaros y estúpidos. Y tú, insigne, ilustre guerrero, que ya estás en víspera de terminar la gran obra de la Redención de esta Tierra, por mí descubierta, vengo aquí –postrado a tus pies- a suplicarte me consigas el perdón de todos los tuyos y quede cumplida la eterna sentencia… “Soy Colón” ‘dijo, y calló…

            Un sonido estridente me sacó de aquel estado: el corneta tocó diana. Era un sueño.

Ficha biográfica de José Ramón López

José Ramón López Lora (1866-1922). Periodista, escritor y educador dominicano.
Nació el 3 de febrero en Montecristi. Hijo de José María López y Juana Lora. De pequeño se trasladó con sus padres a Puerto Plata.
Como periodista llegó a ser director del diario “El Dominicano”, órgano del partido Progresista al cual pertenecía, fue redactor de los periódicos El Progreso y El Tiempo de Caracas, Venezuela. En el año 1911 fundó El Nacional.
La carrera política de José Ramón López resulta interesante porque supo imprimir un talante de denuncia y profundización en la realidad social de la época que le llevó a sufrir condenas de cárcel y destierro. Durante el gobierno de Ulises Heureaux, consiguió se senador de la República, director de estadística y secretario particular del presidente.
Ha sido catalogado como uno de los mejores cuentistas, sobre todo por su obra “Cuentos puertoplateños”, en la que logra contar con espontaneidad las narraciones vernáculas. Escribió las novelas Nisia y Dolores que quedó sin editar. También escribió Muertos y Duendes y La República Dominicana: Memoria oficial para la Exposición de Milán.

Murió en Santo Domingo el 22 de agosto de 1922. 

lunes, 24 de agosto de 2015

Bienvenidos a nuestro Blogs!

Este es el lugar donde todos vamos a compartir el maravilloso mundo de la lectura. Viajaremos juntos a conocer el mundo, nuestra cultura y aumentaremos nuestro nivel intelectual.



¡A leer, familia CSRL!

Nepotismo de José Ramón López

 -¡Ay Maruca!¡Abrázame!. Aquí lo tengo.
Y don Fausto, al decir esto, se dirigía hacia su mujer, con la cara congestionada, ambos brazos en alto, y en la mano derecha un pliego de papel.
     -¿Y qué es? -le constesta Maruca, estrechándole -¿Qué es, mi querido Faustico?
-¿No has adivinado todavía? ¿Nada te dicen mi emoción, mi alegría, mi...? es el nombramiento. Estoy nombrado Ministro de Hacienda, y es muy consolador que quien no tiene una suya pueda manejar la de la República. ¡La hacienda grande, Maruca!
     -Ya se acabaron nuestros apuros, Faustico, y los de la familia también. Porque tú, ¡lo juraría!, no has de ser un mal pariente.
     -Ah. por supuesto. Lo que yo tengo esrá a disposición de la patria, digo de la familia.
     -Bueno, pues comencemos por los hijos. Ernestico y Luisito necesitan dos interventorías de Aduana, y es preciso buscárselas de las mejores. ¡Les daremos, les darás tú, la de Puerto Plata y la de la Capital!
     -Pero son muy jóvenes...
     -¡Bah! No seas tonto. En Europa han hecho oficiales de ejército, oficiales militares, a niños recién nacidos, y ya los nuestros pasan de los quince años. Además los Papas han hecho, de sus sobrinos, Cardenales infantiles...
     -Ahora, siquiera sea para que compensen las edades, me les dará otras dos aduanas a papá y a mi abuelo Don Pepito.
Entre los cuatro suman ciento setenta y ocho años, de manera que la parte alícuota de cada uno será de cuarenta y cuatros y un pico. Con eso se les cierra el idem a los envidiosos.
     -Ya tienes lo que querías. Ahora déjame acordarme de los amigos y de las personas útiles. Tú sabes que en la política los hombres valen más por lo que pueden servir que por lo que han servido. Ese es un Axioma indiscutible.
     -Eso es una paparrucha. Lo que yo sé es lo que decía un político venezolano. "Quien no gobierna con los suyos se suicida," y los suyos son la familia de uno.
     -¡Maruca! ¡Maruca!, que me pierdes! Bien lo dijo San Nepomuceno: "Si tu mujer quiere que te tires por una ventana, ruégales a Dios que no esté lejos del suelo".
     -Mira, Fausto. Los santos no saben gran cosa de mujeres, porque ellos no las lidiaron jamás. Si una mujer le pide a su amado que se arroje por una ventana, ten por seguro que no es alta, y que debajo de ella ha puesto un colchón, para por si acaso.
Conque déjate convencer.
     -Pues sigue pidiendo.
     Oh, ya no será mayor cosa. Sólo necesito quince empleos importantes más para todos nuestros primos, nuestros tíos, nuestros hermanos. Déjame ver...
     (Los enumera y los cuenta con los dedos)
     -Sí, quince nada más.
     -¿Estás contenta ya, Maruquita? Te he concedido los diecinueve empleos mejor retribuidos de mi ramo. ¿No quieres algún otro?
     (Maruca se queda pensativa un rato, como repasando todo su árbol genealógico. Al fin se da una palmada en la frente y exclama:)
     -¡Ya! ¡Dónde tendría yo la cabeza! Falta uno; pero no vayas a alarmarte: una bicoca, el empleo más humilde.
     -¿Cuál?
     -La portería del Ministerio.
     (El marido asombrado:)
     -¿Cómo? ¿Para un pariente la portería?
     -No, no es pariente, que la familia es corta, pero es de la casa. Es Nerón. El pobre Nerón a quien olvidábamos.
     -¿Qué Nerón?
     -Hombre, nuestro mastín. Tan fiel, tan ladrador, tan bueno...
     -Maruca... ¿un perro?
     -Sí, Fausto. Y no te creas, hay antecedentes clásicos. Un emperador romano nombró cónsul a su caballo... ¿Y habrais tú ser menos?
     -Es verdad, Maruca. El nepotismo comprende a todos los seres vivientes que duermen bajo nuestro techo.